Voces de Madre de Dios #3: Mazuko como símbolo

Foto: Municipalidad Distrital de Inambari – Mazuko

Escribe: Guillermo Reaño #MadredeDiospuede

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La mujer era joven y caminaba con cierta dificultad. El hombre que la acompañaba parecía distante, ensimismado en quién sabe qué pensamientos.

Son las dos y media de la madrugada en Mazuko y no hay tiempo para muchas preguntas. Al borde de la carretera Interoceánica Sur, los tres nos subimos sin chistar al mismo colectivo que debe llevarnos a Puerto Maldonado.

Mazuko, la capital del distrito de Inambari, es una ciudad pequeña. Se ubica a poca distancia del inicio del tramo vial que conecta las provincias de Tambopata y Tahuamanu con las de Juliaca y Puno, en el sur andino más extremo del Perú. La selva, que hasta entonces se había empecinado en cubrir las montañas con su espeso verdor, se convierte ahora, en las proximidades del estratégico puente Inambari, en un manto infinito por donde se desplazan los ríos que traen desde los Andes el oro que le da fama a toda la región.

Mazuko se apellidaba el colono japonés que se instaló en la zona, a inicios de los años treinta, para producir hortalizas y vendérselas a los mineros que recorrían las playas del río Inambari.

A los mineros y a los madereros: estas quebradas han sido desde siempre despensas generosas de ambos productos.

De allí que fuera necesario construir la trocha carrozable Puerto Maldonado – Quincemil en los años que precedieron al arribo de don Jorge Mazuko -o Jorge Masko Humasuko, según algunos- a la zona que todos conocían como Piquichayoc o Villa del Oro.

Oro y maderas finas eran los productos que apetecían los colonos que comerciaban con aguerridos agricultores, quienes -hay que decirlo- pocas veces recibían monedas a cambio. En esos turbulentos años de intrépidos aventureros y duros sacrificios, las transacciones se realizaban en oro en polvo, en oro laminado o en charpas.

Mazuko debió morir a fines de la década del cuarenta cuando la zona ya se conocía como Puerto Mazuko. Más tarde, hacia 1963, se estableció en el área don Nicolás Suyo, reconocido como el primer vecino del naciente asentamiento carretero. Luego arribarían los Barazorda, los Quispe, los Valdez, los Moreano…

En 1970, el caserío se conviertió en capital de distrito y, doce años después, se instaló el primer consejo distrital, cuyo alcalde fue don Gregorio Barazorda Vega.

Hoy Mazuco, y el resto del distrito de Inambari, languidecen pese al boom aurífero en La Pampa.

Las existencias de oro y maderas de alto precio han empezado a escasear. Según datos del INEI de 1997, el 35 por ciento de los más de diez mil habitantes del distrito se dedican a la agricultura y la ganadería. El resto sigue viviendo del comercio y de la minería.

La web del municipio de Inambari arroja datos que dan miedo. O pena. En Mazuko, la energía eléctrica que proporciona el motor petrolero del consejo abastece a la población de 6 a 11 de la noche, es decir, cinco horas al día. Claro, hay diez grifos, pero todas las transacciones financieras deben hacerse en Puerto Maldonado, a cincuenta soles ida y vuelta de la ciudad.

No hay oficina de la Sunat –o sea, la informalidad es la norma- y la posta médica no es lo suficientemente compleja para atender a los que llegan de los caseríos y campamentos.

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El vehículo de la empresa de transporte Expediciones Colorado se desplaza a toda prisa por la carretera. A esta hora todos los gatos son pardos, pienso, mientras observo los movimientos en el bosque y escucho los sonidos de la noche. Está amaneciendo y la bruma se enfrenta a la luminosidad de una Luna potente en su fase más hermosa.

De pronto, el silencio cómplice de la madrugada se interrumpe. La mujer que viaja en el asiento posterior del vehículo se agita y da gritos, su acompañante no sabe qué hacer.

El chofer y yo nos damos cuenta de lo que está sucediendo: un nuevo ser se mueve en el cuerpo de la muchacha exigiendo otro mundo para seguir vivo.

El trabajo de parto debió haber empezado hace rato. La pareja es joven, pienso, no tomó las debidas precauciones. Debió haber llegado hace muchas horas al hospital Santa Rosa de Puerto Maldonado, y no ahora, en medio de la noche.

Ni modo. El chofer acelera, toca el claxon, se desespera.

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En Mazuko, leo en un documento de la Asociación Huarayo (una organización no gubernamental que apoya a niños y jóvenes de escasos recursos económicos) que los nativos -pocos en realidad- conviven con migrantes mayormente serranos. Estos últimos fueron llegando en oleadas a la región para trabajar en los lavaderos de oro o en los aserraderos informales.

Los adultos y jóvenes, mayormente quechuahablantes pese a haber nacido en el distrito, conservan la esperanza de migrar a las grandes ciudades –Puerto Maldonado, Cusco, Juliaca, Puno- o volver a sus comunidades de origen con el poco dinero ahorrado.
Esa es la verdad de un proceso de colonización que empezó hace muchos años –cuando el agricultor japonés Mazuko arribó en 1931, ya habían campamentos mineros, madereros y carreteros en la región- y que no ha sido comprendido por el Estado en su verdadera dimensión.

En Colombia, en el llamado Eje Cafetero, uno de los destinos turísticos más importantes y dinámicos de ese país, la gesta de la colonización se estudia en los colegios.

La narrativa que se ha construido sobre esta épica enaltece a los habitantes de todas las comarcas. En su mayoría, estos son descendientes del ejército de desplazados que tomó por asalto la región para imponer un modo productivo atroz con el bosque… pero que los salvó de la muerte. Y los hizo valorar la tierra que ahora pisan y que sus hijos tratan de cuidar.

En el bohemio barrio de Chipre, en la ciudad de Manizales, departamento de Caldas, el Monumento a los Colonizadores se erige como el mejor testimonio de un proceso que dignifica a los pioneros y a los hijos y nietos de ellos.

Aquí, en cambio, se ocultan las hazañas de una población que repitió una diáspora tan común en nuestra especie, y solo se magnifican sus excesos.

Foto: Municipalidad Distrital de Inambari – Mazuko

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Al llegar al hospital Santa Rosa, de Puerto Maldonado, los vigilantes abren las puertas del establecimiento de salud y se activa, de inmediato, el protocolo de emergencia. Los enfermeros corren, la ayuda llega a toda prisa.

El bebé asoma al mundo su cabecilla cubierta de placenta. La obstetra da orden de inmovilizar a la madre y a la criatura. Así se produce el nacimiento, en pleno asiento posterior del colectivo que nos trajo de Mazuko.

– “Es un varón”, comenta alguien.

Los afortunados padres sonríen, los milagros existen. Le doy la mano al chofer que no sale de su asombro. Hoy ha sido un héroe.

– “¿Cómo se va a llamar?”, pregunta una testigo del formidable acontecimiento.

– “No lo sé”, contesta el muchacho, un mestizo de evidentes rastros andinos.

– “Que se llame Francisco”, agrega uno de los enfermeros mientras recoge gasas y otros materiales.

Nota: enaltecer la gesta colonizadora no significa pasar por alto los desmanes que ésta produjo (y sigue produciendo). Es tarea de los especialistas y de las autoridades plantear las soluciones necesarias para frenar el caos y construir las salidas de urgencia imprescindibles para enfrentar una situación que excede al accionar de un ministerio o a la inacción de un determinado gobierno regional.



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