[Opinión] ¿Cuál es el mensaje detrás del archivamiento del Acuerdo de Escazú para el Perú?

Foto: SPDA / Spectabilis

Carol Mora Paniagua / Directora de Política y Gobernanza Ambiental de la SPDA

 

El pasado 11 de julio, con diez votos a favor, dos en contra y una abstención, la Comisión de Relaciones Exteriores del Congreso de la República archivó definitivamente la ratificación del Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe, más conocido como el “Acuerdo de Escazú”. Este es un instrumento de derechos humanos innovador y pionero para la región que inició su proceso de negociación hace más de diez años, y donde Perú tuvo siempre un rol proactivo e impulsor; sin embargo, de esa posición estratégica pasó a la posición de un país que bloquea, desinforma, polariza y nos sumerge nuevamente en la resignación de no poder avanzar.

Los legisladores ratificaron el dictamen negativo aprobado en octubre del 2020, mediante el cual se archivó el Proyecto de Resolución Legislativa que propone ratificar el tratado internacional, con el argumento de que es “innecesario” y “afectaría la soberanía del país en materia de administración de justicia”, como señaló Carlos Bustamante (Fuerza Popular), titular de la mencionada comisión.

Este argumento en contra del Acuerdo de Escazú, que también fue el más utilizado por el Congreso anterior, está referido a la posible pérdida de la soberanía sobre nuestros recursos naturales y nuestro territorio, lo cual resulta injustificado, frágil e inconsistente. Los congresistas y sus asesores no han podido comprobar ni demostrar en las legislaturas anteriores ni ahora qué sección del acuerdo contraviene la soberanía nacional, de hecho los alcances ni el propósito del tratado está referido a gestión de recursos naturales, a la disposición de los mismos o la gestión del territorio. El Acuerdo de Escazú es un tratado de derechos humanos que busca operativizar el ejercicio de derechos vinculados a la participación directa de la ciudadanía, además democratizar las decisiones del país y eso, probablemente, es lo que asusta demasiado al Estado de ayer y al de hoy.

El texto del acuerdo es sumamente cauto en respetar los mecanismos internos de resolución de conflictos, la legislación nacional y los estándares que cada país implementa ya que lo que promueve, en búsqueda de la progresión, es justamente el trabajo progresivo y la colaboración entre los Estados que tengan mejores estándares y mayor experiencia. El Congreso ha utilizado una estrategia muy baja para desviar el debate, convirtiendo una oportunidad en temor.

En su informe de 2020, Javier González-Olaechea también aborda el asunto de la soberanía, pero vinculado al hecho de que suscribir un tratado de esta naturaleza relativiza nuestra soberanía. Entonces surgen algunas preguntas: ¿Perú no se rige por normas de derecho internacional?, ¿no somos parte de la comunidad internacional?, ¿no hemos suscrito acuerdos o tratados de libre comercio? Claro que lo hacemos, porque es justamente en nombre de nuestra soberanía que nos adherimos y ratificamos acuerdos globales o regionales que son compatibles con nuestro modelo de desarrollo y nuestra forma de gobierno. Entonces, ¿qué parte del acuerdo genera tanto temor?, ¿acaso son los principios que elevan la forma de interpretar nuestro marco jurídico interno?, ¿es el desarrollo de mecanismos de participación directa claros y significativos?, ¿es quizás el poder que se le asigna a la ciudadanía para influir en las decisiones públicas o la tarea que se le asigna al Estado para establecer formas concretas de protección a defensores y defensoras ambientales que son amenazadas, atacados y criminalizados?

El Acuerdo de Escazú asegura el derecho a la participación ciudadana en asuntos ambientales. Foto: SPDA

Carlos Bustamante señaló también que el Perú ya cuenta con herramientas jurídicas en temas ambientales, como la regulación al derecho de información y que los temas están contenidos en la Constitución Política, la Ley de Transparencia, la Ley de Participación de Control Ciudadano, la Ley de Consulta Previa, hábeas data y otras. También mencionó la existencia de un Ministerio del Ambiente y un Tribunal de Transparencia y Derecho a la Información Pública. Esta afirmación no hace más que evidenciar los escasos niveles de información que maneja el Congreso sobre la brecha de implementación de derechos de participación ciudadana en los procesos de promoción de la inversión privada y que la debilidad de los mecanismos de participación pública son la razón por la que muchas veces se desencadenan conflictos socioambientales en el país. La decisión de la administración pública no está legitimada y justamente la democracia directa aparece como la mejor alternativa para complementar una democracia representativa tan endeble como la que hoy tenemos.

El Congreso no ha ponderado el daño irremediable a defensores y defensoras ambientales que se incrementa cada día y la situación de indefensión que hoy padecen. Tampoco ha considerado las amenazas que sufren nuestra institucionalidad y democracia cuando se intentan dinamizar proyectos de inversión y sacrificar estándares ambientales. La justicia que hoy se aplica no es especializada en sede jurisdiccional y cuando nos encontramos ante casos como el derrame generado por Repsol podemos ser testigos de lo tardía e inoportuna que puede llegar a ser.

Tampoco ha tomado en cuenta la impunidad ambiental que sacude nuestras regiones con la cadena de ilegalidad por minería y deforestación, las brechas para la transparencia, los intentos legislativos por flexibilizar la gobernanza, etc. Ante estas amenazas, la democracia directa en materia ambiental juega un rol esencial y es la de gestar espacios significativos de intervención, regulada pero sustantiva. La figura donde la administración pública ejerce el dominio absoluto del interés público, no cabe más, un Estado impermeable no es la respuesta, aunque el Congreso siga intentando bloquear a la ciudadanía con este rechazo a escalar la democracia.

En la misma línea, el informe de González-Olaechea del 2020 cuestiona el propio reconocimiento de los derechos humanos ambientales como punto de partida para atacar el proceso de ratificación. Aunque resulte increíble tener que retroceder hasta dicho punto para seguir hablando del acuerdo, es importante recordar que el reconocimiento del derecho a un ambiente sano y equilibrado para la vida emerge justamente como parte del proceso de especialización o especificación de los derechos humanos, en atención de las características especiales de los sujetos y a la necesidad de impartir disposiciones para asegurar una igualdad material. Peces-Barba y Rafael de Asís ilustran con excelencia este tema que demuestra la evolución en la forma de concebir los derechos humanos; cuestionar dichas etapas y que estamos ante “una novedad compleja”, como señala González-Olaechea, es cuestionar la propia teoría de los derechos humanos.

El Acuerdo de Escazú fue suscrito por 24 países y ya ha sido ratificado por 13,  y Perú no es uno de ellos, pero este archivamiento –aunque definitivo en esta legislatura– no ha terminado de cerrar los candados hacia la ratificación porque existen argumentos poderosos a favor del acuerdo, aunque los mitos y argumentos imprecisos y falsos han generado demasiadas dudas en gobernadores regionales e incluso en las nuevas autoridades del Ejecutivo que debieron asumir un rol más activo y garante. Como sociedad civil organizada, nos queda mucho por trabajar, la democracia directa en materia ambiental y de recursos naturales necesita esta oportunidad y la ciudadanía democrática debe ser la protagonista.



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